viernes, 9 de agosto de 2019

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Natalia Satz era una señora muy amante de los niños que dirigía el "Teatro Infantil Central de Moscú", donde se hacían representaciones teatrales, óperas, ballets y conciertos para ellos. Natalia se lamentaba de que la música de orquesta siempre estaba dirigida a los mayores, de ahí que cuando la mayoría de los niños se ponía a escucharla casi siempre se aburría. Estaba convencida de que la calidad no tenía por qué estar reñida con lo ameno y divertido, por eso soñaba con algo casi inalcanzable: un cuento de hadas sinfónico: "¡Si alguna vez alguien consiguiera combinar de una forma entretenida la narración con la música, y además mantuviera la atención de los niños mostrándoles los instrumentos de la orquesta....!"

Prokófiev acudía a menudo con sus hijos a ver las representaciones del teatro para niños. Así que, un día, Natalia no lo pensó más y le propuso al gran compositor que se animara a hacer un cuento con orquesta. “¿Qué tal si una flauta fuera un pájaro?”” A Prokófiev, le pareció estupendo. ¿Y si hubiera varios animales, pájaros y una persona?...” Después de darle varias vueltas a la cabeza, ambos llegaron a la conclusión de que lo mejor sería empezar a escribir un cuento donde cada uno de los personajes estuviera representado por un instrumento de la orquesta y un tema musical, de tal manera que, cada vez que saliera una melodía o un instrumento se identificara con su personaje correspondiente.

La música tendría que actuar como si pintara a los personajes por medio de los instrumentos, eligiendo los más apropiados para cada caso. Por ejemplo: es más fácil imaginar para el canto de un pato el sonido de un oboe que el de unos timbales, más indicados para describir los disparos de los cazadores. Además, la música ilustraría lo que el narrador fuera contando a través de colores y contornos bien reconocibles: a veces con melodías y ritmos sugerentes, otras con armonías más o menos siniestras, sin olvidar algunas onomatopeyas en momentos precisos.

Con respecto a los protagonistas, Prokófiev todavía fue más lejos, tejiendo una trama de fina ironía; bajo la máscara de cada uno de ellos se escondería astutamente un símbolo de la sociedad: el abuelo sería la autoridad; el niño, el arrojo y la irreflexión frente al peligro; el pájaro, el héroe; el pato, el burgués cobarde; el lobo, el perverso y maligno enemigo; los cazadores representarían la fuerza del mundo adulto, que, aunque bien armado, es bastante incapaz; etc...

En el tiempo récord de dos semanas Prokófiev tuvo lista la obra, que estrenó con enorme éxito en un concierto sinfónico para niños la Filarmónica de Moscú el 2 de Mayo de 1936, dirigiendo el mismo Prokófiev.

El resultado no pudo ser mejor. Gracias a su ingenio y transparencia, al que se suma una poética personal, una sencillez y frescura muy expresivas y una factura de gran calidad, no ha dejado de interpretarse en todo el mundo: actores de teatro, estrellas de cine, locutores de radio, presentadores de televisión, músicos de clásica y del pop, y un sinfín de artistas de todo tipo −incluyendo los propios hijos de Prokófiev− se han deleitado narrando el cuento junto a orquestas de todos los tamaños, importancia y colores. Tanto ha sido el éxito de su cuento entre todos los públicos que se ha escenificado con marionetas, ballet, dibujos animados, o interpretado con la simple ayuda de un piano, una banda, agrupaciones de cámara y hasta con grupos de rock (variando, naturalmente, la relación entre instrumentos y personajes para cada caso)

Fuente:

https://www.teatroreal.es/sites/default/files/2019-02/Pedro%20y%20el%20lobo.pdf


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